Girò cientochenta grados sobre sus talones y emprendió una huida despojada de dirección, siempre procurando que las làgrimas que fluìan casi tormentosas de dos ojos perplejos no develen cuan sintomático e irrefutable era el final.
La noche se atisborrada y cerraba a cada golpeteo de su paso acelerado por la acera mientras la implosión de una historia inconcreta le dejaba como saldo unos estertores contìnuos provenientes de una faringe en crisis y un esternón en escombros. Eran esos lapsos largamente cortos en los que uno duda conscientemente de la existencia de algún motivo por el cual aferrarse a la vida. Tan crudas y precisas fueron esas miradas, que amortizaron cualquier argumento valedero que ella hubiese intentado querer esbozar.
Se encontró con un cuerpo (el suyo, mutilado de por vida de aquellas caricias) en piloto automàtico levitando sobre unos pasos inexactos que la conducían a un hogar (amargo hogar) infectado de recuerdos.
Dejando atrás unas vueltas de llave que le aseguraban la no entrada de amigos de lo ajeno pero no la peligrosidad de ella misma, resolvió encallar en su cama de plaza doble y liberar tantos sollozos secos como fueran necesarios aspirando a descuartizar el dolor que la envolvía por la materialización necesariamente prudente de un desenlace abrupto aunque no por eso menos consecuente. Tan avasallante y fidedigno el sufrimiento era, que la restregaban por unas sábanas sin acomodar desde el comienzo matutino resaltando en su cara gestos de un horror mudo, ya cuando las cuerdas vocales le mutaron en nudos y las manos en diccionario.
Y así fue como se hizo presente el hecho, como tantos otros en la cotidianeidad de los seres humanos, que había entrado en el portal de la contingencia emotiva producto de la masacre de un amor (para apalabrar un estadío) que quería duradero, que ignoraba enfermiza, pero que de origen tenía fecha de vencimiento el día en que la sensatez la abrigara. Ni siquiera podía alzar la vista. Tal vez era un acto adrede para corroborar que su ornamenta seguía erguida y pisando suelo firme. O tal vez las fuerzas para colocar unas vertebras servicales formando ángulos suplementarios y comprobar que el aire que la rodeaba era tan espeso como la presencia de esa gran ausencia aún en cada uno de los mobiliarios, eran nulas. Las rutinas se le transformaron en inercia y esta última estaría presente en el horóscopo de los días próximos.
Estrechamente podía digerir la conclusión de una historia que más que historia era odisea, porque todavía no estaba preparada para hacer el balance lógico, debido a que los efectos de la cesantía del acompañamiento amatorio no habían invadido más allá de sus reacciones primeras, quedando un margen abismal de sensaciones fieras por representar en el escenario de lo que sería el resto de sus días; o al menos los días que restaban para que su corazón saliera de la anestecia producida por tanta congoja.
En un primer acercamiento con la falta de, la exposición gratuita de su capacidad sensorial a una realidad con nulas coincidencias, la inducían fácilmente a la consideración de un desvarío pronunciado. Era improcedente la aproximación a consentir palpables esas nuevas carencias de tiempos compartidos, de lugares entrelazados, de besos expropiadores, cuando ella daba cuentas de cada uno de ellos a lágrimas lloradas. Cómo se hacía para explicarle con circunstancias recién paridas a un corazón encapsulado en montajes que él ya no formaba más parte de esas escenas. Que la razón por la cual despertaba (y despierta) de mañana ya no se fundamentaba más que con el recuerdo de lo que alguna vez pudo llegar a soñar era. Así de contrapuestos sus mundos estaban. Un mundo real que la condenaba sensata y un sentimiento irresistible que la mantenía dormida (segura).
Normal e instintivamente las justificaciones a un holocausto sentimental previsible lleno de verbos en pasado perfecto que siempre eclosionaban en condicionales imperfectos y poco probables, en incapacidades ajenas, le daban la bocanada de aire que le hacía falta. La victimización del yo sufriente ante el aquel desertante, sería la coartada ideal en sucesos de carillas doble y lados B tan respetables uno como el otro. Comenzaba así, minutos después de haber advertido en sus venas correr el padecimiento por el no ajuste de su sensitividad orgánica-mental con la innegable no futura presencia, el tránsito por el más temible de los caminos, el del rencor y el resentimiento.
Categóricamente, la masa humana gondolizada en enamorados y no contagiosos, hulula por la vida escrutando vidas terceras para satisfacer necesidades que ni siquiera defendibles podrían llegar a ser ante el caso de un exhaustivo rechequeo mental, más cuando progonar lo uno desea, a momentos todos, implica mantener una postura clara ante los demás y tabular posibilidades de cuajo. Ella no era la excepción.
La noche se atisborrada y cerraba a cada golpeteo de su paso acelerado por la acera mientras la implosión de una historia inconcreta le dejaba como saldo unos estertores contìnuos provenientes de una faringe en crisis y un esternón en escombros. Eran esos lapsos largamente cortos en los que uno duda conscientemente de la existencia de algún motivo por el cual aferrarse a la vida. Tan crudas y precisas fueron esas miradas, que amortizaron cualquier argumento valedero que ella hubiese intentado querer esbozar.
Se encontró con un cuerpo (el suyo, mutilado de por vida de aquellas caricias) en piloto automàtico levitando sobre unos pasos inexactos que la conducían a un hogar (amargo hogar) infectado de recuerdos.
Dejando atrás unas vueltas de llave que le aseguraban la no entrada de amigos de lo ajeno pero no la peligrosidad de ella misma, resolvió encallar en su cama de plaza doble y liberar tantos sollozos secos como fueran necesarios aspirando a descuartizar el dolor que la envolvía por la materialización necesariamente prudente de un desenlace abrupto aunque no por eso menos consecuente. Tan avasallante y fidedigno el sufrimiento era, que la restregaban por unas sábanas sin acomodar desde el comienzo matutino resaltando en su cara gestos de un horror mudo, ya cuando las cuerdas vocales le mutaron en nudos y las manos en diccionario.
Y así fue como se hizo presente el hecho, como tantos otros en la cotidianeidad de los seres humanos, que había entrado en el portal de la contingencia emotiva producto de la masacre de un amor (para apalabrar un estadío) que quería duradero, que ignoraba enfermiza, pero que de origen tenía fecha de vencimiento el día en que la sensatez la abrigara. Ni siquiera podía alzar la vista. Tal vez era un acto adrede para corroborar que su ornamenta seguía erguida y pisando suelo firme. O tal vez las fuerzas para colocar unas vertebras servicales formando ángulos suplementarios y comprobar que el aire que la rodeaba era tan espeso como la presencia de esa gran ausencia aún en cada uno de los mobiliarios, eran nulas. Las rutinas se le transformaron en inercia y esta última estaría presente en el horóscopo de los días próximos.
Estrechamente podía digerir la conclusión de una historia que más que historia era odisea, porque todavía no estaba preparada para hacer el balance lógico, debido a que los efectos de la cesantía del acompañamiento amatorio no habían invadido más allá de sus reacciones primeras, quedando un margen abismal de sensaciones fieras por representar en el escenario de lo que sería el resto de sus días; o al menos los días que restaban para que su corazón saliera de la anestecia producida por tanta congoja.
En un primer acercamiento con la falta de, la exposición gratuita de su capacidad sensorial a una realidad con nulas coincidencias, la inducían fácilmente a la consideración de un desvarío pronunciado. Era improcedente la aproximación a consentir palpables esas nuevas carencias de tiempos compartidos, de lugares entrelazados, de besos expropiadores, cuando ella daba cuentas de cada uno de ellos a lágrimas lloradas. Cómo se hacía para explicarle con circunstancias recién paridas a un corazón encapsulado en montajes que él ya no formaba más parte de esas escenas. Que la razón por la cual despertaba (y despierta) de mañana ya no se fundamentaba más que con el recuerdo de lo que alguna vez pudo llegar a soñar era. Así de contrapuestos sus mundos estaban. Un mundo real que la condenaba sensata y un sentimiento irresistible que la mantenía dormida (segura).
Normal e instintivamente las justificaciones a un holocausto sentimental previsible lleno de verbos en pasado perfecto que siempre eclosionaban en condicionales imperfectos y poco probables, en incapacidades ajenas, le daban la bocanada de aire que le hacía falta. La victimización del yo sufriente ante el aquel desertante, sería la coartada ideal en sucesos de carillas doble y lados B tan respetables uno como el otro. Comenzaba así, minutos después de haber advertido en sus venas correr el padecimiento por el no ajuste de su sensitividad orgánica-mental con la innegable no futura presencia, el tránsito por el más temible de los caminos, el del rencor y el resentimiento.
Categóricamente, la masa humana gondolizada en enamorados y no contagiosos, hulula por la vida escrutando vidas terceras para satisfacer necesidades que ni siquiera defendibles podrían llegar a ser ante el caso de un exhaustivo rechequeo mental, más cuando progonar lo uno desea, a momentos todos, implica mantener una postura clara ante los demás y tabular posibilidades de cuajo. Ella no era la excepción.